Empezaré diciéndoos que el mundo en el que vivo actualmente parece retroceder en valores fundamentales, y no sé si sólo es una percepción mía o es una realidad. Por eso, quiero mostraros este diálogo:
- ¡Acérquense señoras y señores, acérquense!! Tengo una maravillosa poción que hará que su pelo o el pelo de su marido vuelva a ser el que era, y pueda lucir esa gran melena que lucía de joven.
- ¡Acérquese señor, acérquese!
- Usted -el gancho, que no se le había visto nunca por el pueblo- nos ha dicho antes que probó este producto y que su pelo volvió a crecer de nuevo, ¿eso es así?
- Sí, señor, así es, estuve echándome el producto y sentí que por fin volvía a tener pelo. Parezco más joven y me siento más atractivo –responde el gancho.
- ¡Cómo me alegro! ¿Cuál es su nombre? -como si no lo conociera-.
- Me llamo Juan –responde Juan, el gancho.
- ¡Muy bien Juan!!! ¡Este es el gran crecepelo, el producto que usted necesita para rejuvenecer, para reenamorar a su mujer, para ser ese que era!!
- ¡Anímense señores, cómprenlo, no se arrepentirán!!!
Sí, sí, es un de esos vendedores de crecepelo que salían en las pelis del oeste, y que iban de pueblo en pueblo vendiendo sus pociones mágicas. Hoy en día parece que asistimos estupefactos al auge y encumbramiento de los vendedores de crecepelo, todos esos que pueblan nuestra política, y que pocos o ningún escrúpulo demuestran a la hora de vendernos sus proclamas, virtudes y productos crecepelo, que como buen vendedor de crecepelo saben que es puro humo y que sólo sirve de gancho para ganar popularidad a través de votos. El público, entregado a la fanfarria y la elocuencia de semejantes malabaristas de la palabra, sucumben a los maravillosos productos crecepelo, que finalmente demuestran que no sólo no hacen crecer el pelo sino que hacen caer el poco o mucho que se tiene.
El mundo parece haberse imbuido en una vorágine superficial, supérflua y de escasa altura ético-moral, de forma que la palabra ha dejado de tener su valor, la promesa ha dejado de ser ley, y donde los granujas y canallas campan a sus anchas prometiéndonos productos crecepelo allá por donde vamos. Populismos, barriobajismos, falta de visón a medio-largo plazo y personajes salidos de las fábulas de los pueblos copan las instituciones públicas. Personas, o más bien personajes, extraidos de cualquier comic de Mortadelo y Filemón, pero con menos gracia que ellos, bueno aunque alguno puede que me equivoque y sí lo esté. Estos son los que nos gobiernan, ante la estupefacción del mundo ilustrado y académico, y por ende con criterio, cada vez más escaso en nuestro universo terrestre.
Hace unos años leía un ensayo de un economista italiano llamado Carlo M. Cipolla, en cuya obra “Allegre ma non tropo” exponía su obra “Las leyes de la estupidez humana”. Este ensayo me abrió los ojos al comportamiento humano, que ya andaba yo adivinando y comprobando desde hacía años, pero supuso un gran hallazgo que recomiendo a todos leer (no es muy largo y es bastante entretenido). Resumidamente, trata de tipificar los tipos de personas según sus actos hacia sí mismo y hacia la sociedad, catalogándolos en cuatro tipos según el beneficio que se causan a si mismos o el beneficio que causan a la sociedad. El resultado es el que veis:

Como se puede observar, todo gira en torno al perjuicio hacia los demás, y el perjuicio hacia sí mismo, dividiendo en cuatro cuadrantes y perfiles fundamentales a las personas según su comportamiento. Esto hizo que Cipolla estableciera unas leyes fundamentales de la estupidez, bastante divertidas, por cierto.
Y como no me podía resistir a poneros las leyes, las he buscado para que las leáis y reflexionéis sobre ellas. Ya os adelanto que son magníficas en sí mismas, y hacen pensar mucho en quienes nos rodean. Estas son las leyes:
- Siempre, e inevitablemente, tendemos a subestimar el número de estúpidos en circulación. Pensamos que los que nos rodean son inteligentes por defecto, pero el número de estúpidos siempre es superior a nuestras percepciones. Básicamente, porque creemos que el comportamiento estúpido es imposible por absurdo (hasta que queda en evidencia, en ocasiones a niveles inimaginables), y porque muchos estúpidos se esconden tras importantes cargos, posiciones, o niveles educativos.
- La probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de esa persona. La estupidez es transversal, y aparece independientemente de la raza, sexo, religión, nacionalidad, profesión, edad, educación, preferencias políticas, experiencia o cualquier otra característica de la persona.
- Un estúpido no puede evitar causarse daño a sí mismo, causando a su vez daño a su entorno. Para Cipolla, esta era la “Regla de Oro de la Estupidez”. Los inteligentes pueden llegar a entender el comportamiento perverso o ingenuo, pues, al fin y al cabo, ambos son racionales. Un malvado buscará su beneficio aún a perjuicio del de otros, pero su egoísmo puede llegar a interpretarse. A un ingenuo no le importará tener pérdidas personales si el conjunto sale ganando, y eso puede entenderse como «generosidad». En ambos casos, una vez identificado el perfil, su comportamiento es previsible. Sin embargo, los estúpidos son irracionales y, por tanto, volátiles e imprevisibles. Pueden tomar decisiones absurdas, suicidas y autolesivas, estropeando lo que tocan, comprometiendo al que interacciona con ellos, generando pérdidas por donde pasan e insistiendo en sus errores.
- Un no-estúpido tiende a desestimar las consecuencias catastróficas de relacionarse con un estúpido. Tratar con un estúpido, en cualquier circunstancia, es un error de consecuencias imprevisibles. La magnitud de la estupidez puede no tener medida. Como decía Einstein, “sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana (y de lo primero, no estoy seguro)”.
- Un estúpido es más peligroso que un malvado. A fin de cuentas, el comportamiento y las maniobras de un malvado son comprensibles (busca su progreso personal a toda costa), y por tanto sus objetivos son previsibles y anticipables. Sin embargo, el estúpido goza de estupidez creativa: jamás dejará de descolocarnos con nuevas ocurrencias absurdas.
Puesto en contexto el mundo de los vendedores de crecepelo, elixires de juventud, básamos de fierabrás y otras pócimas milagrosas, y conociendo las leyes de la estupidez humana, no me cabe la menor duda de que nuestro mundo toma una deriva muy probablemente dominada por estos perfiles estúpidos. Si bien es cierto, que esa tendencia siempre estuvo ahí, y los estúpidos de Cipolla amenazan de forma permanente el orden establecido, parece que durante unos cuantos años hemos podido llevar la vida política en un terreno más o menos razonable. Sin embargo, parece que últimamente la invasión de los estúpidos y malvados es bastante patente y manifiesta, y no dejamos de maravillarnos por sus eternas gilipolleces.
No sé si es que el mundo siempre fue así, o es que yo me he hecho mayor y lo veo de otra forma, pero inevitablemente veo una deriva errática y destructiva sin precedentes en los últimos años. En el caso de los españoles, sé que los españoles somos un pueblo difícil, pero sobre todo difícil de gobernar, porque a la hora de irnos de fiesta y compartir cualquier festividad somos los mejores entre los mejores. Pero la gobernabilidad es algo que no nos caracteriza, es más somos bastante cainitas, y somos capaces de destruir nuestro propio país sólo por fastidiar a un rival político. Ya a finales del siglo XIX, el barón Von Bismarck afirmaba que España era el país más fuerte del mundo, ya que llevaba años intentando autodestruirse y todavía no lo había conseguido. Muy elocuente, muy ingenioso y muy acertado viniendo además desde fuera. No tenemos remedio. Nuestra envidia no tiene parangón y nos hace ser muy miserables y poco cooperativos. Así somos y seremos sin remedio de forma idiosincrática.
Pero, volviendo a los vendedores de crecepelo, en el fondo tienen una gracia que atrae, algo que nos impulsa a seguirles como si del flautista de Hamelín se tratara. Nos maravillan y nos sumergen en un mundo de ilusión mientras nos embaucan y engañan con sus artificios. Así son y así nos dejan, estupefactos por nuestra enorme e increíble estupidez de haber confiado en semejantes personajes, o peor aún, crédulos ante la maravilla de sus productos aunque estos no nos funcionen una vez sí y otra también.
En este universo de superhéroes absurdos y personajes caricaturescos, podríamos casi hasta incluir a todo el elenco de personajes circenses como la mujer barbuda, los equilibristas, el malabarista comefuegos, el payaso de nariz roja y el domador de leones. Todos ellos parecen estar entre nuestros políticos, ya que parece que es una cantera sinfín de comediantes y de seres sin escrúpulos y mentirosos. Pura caricatura y absurdidad, y sin embargo, con qué seriedad y solemnidad acometen sus tonterías y atracos hacia todo el populacho, que asiste maravillado y estupefacto a tamaña mediocridad.
A veces siento que me gustaría despertar de un sueño tonto y estúpido que me sacara de este tan ilustrado muestrario de idiotas que nos gobiernan, y me dejara disfrutar de una realidad más sana, digna y honesta, y me permitiera soñar en un mundo mejor para mí y para mis hijos, sobre todo para ellos. Sueño con el fin de tanto cinismo e hipocresía, majadería y miserabilidad, mediocridad y mentira. Sueño con cierta altura de miras, honestidad, gentileza, altruismo, amabilidad, dignidad, honor, … todo aquello que nos hace sentirnos orgullosos de nosotros mismos, y no renegar de nuestra especie y calaña. Así que, no sé si al final me compraré ese maravilloso crecepelo que he visto en la teletienda, pero desde luego está a un precio insuperable, y quizá me haga crecer el pelo en algunas zonas donde ya decae. Sí, es verdad, todos somos humanos y en el fondo terminamos comprando alguna vez productos crecepelos, seguimos al malabarista comefuegos, reimos con los payasos de nariz roja y admiramos al domador de leones. La estupidez también nos ataca a todos y cada uno de nosotros en el momento más insospechado, y podemos ser presa del mal hacer a nosotros mismos y a los demás, o lo que es lo mismo ser un estúpido de tomo y lomo. En fin, que dios nos pille confesados, que dice el dicho, y que seamos capaces de encontrar la forma de eludir la estupidez a toda costa, aunque sólo sea por dignidad.