Qué maravillosa y magnífica referencia a un pasado tan clásico como mítico. «Ave Caesar, morituri te salutant», esa solemne frase que pronunciaban los gladiadores antes de batirse en duelo en la arena del coliseo, ante el emperador y todo el pueblo enfervorizado por ver morir a alguno de los contendientes, en una batalla épica y mortal, cuerpo a cuerpo, tan feroz y cruenta como si de dos criaturas salvajes se tratara. El sumum de la morbosidad humana, cuando se asiste a la lucha por la vida entre dos de sus congéneres, ávidos de dolor, sangre y pérdida, y sabedores de que la muerte segura les aguarda a uno de los contendientes. Ni medias tintas, ni soluciones negociadas, ni paces salvadoras garantizaban la vida del vencido, ante la enfervorecida masa de gente ardiente y deseosa de presenciar la muerte ante sus ojos, y la visión implacable de la inmisericordia. Ese «morituri te salutant» era una frase premonitoria de la fragilidad de la vida, del sentido tan exacerbado de la fragilidad de la existencia, y de como hoy estamos pero mañana puede que no sea así. Por eso aquello de «los que van a morir te saludan», en un ejercicio contínuo y constante de puesta a prueba de la supervivencia del ser humano, y hasta donde éste puede llegar para obtener el indulto del destino, en detrimento de esa honrosa muerte en la arena del circo.
La muerte es uno de los puntos más oscuros y funestos del ser humano, y de cualquier ser vivo. Es la encarnación del fin, del «game over» del juego de la vida, de la fina línea entre estar vivo y estar muerto, de la diferencia entre el ser o no ser. Y en efecto, that is the question, la muerte representa la esencia del ocaso de una vida. Aunque podríamos diferenciar entre aquellos ocasos esperados y naturales, y aquellos ocasos prematuros, que nadie espera y que se adelantan al futuro. Estos últimos conllevan habitualmente dolor y angustia, ya que el ser humano reconoce y adivina en sus congéneres una esperanza de vida y una merecida experiencia vital que a toda persona se le es otorgada al nacer, y por ello esa vida truncada antes de tiempo suele ser dolorosa e inesperada, a pesar de que todo ser vivo sabe que cada día que pasa es un día en el que hay que sobrevivir.
Pero ¿qué hay detrás de la muerte? Esa puerta al infinito, al más allá, ¿a la vida eterna?, ¿al infierno?, ¿al purgatorio? ¿Habrá un juicio al final de nuestra muerte para evaluar nuestra vida, y para saber si fuimos dignos habitantes de la vida, o bien hicimos el mal a nuestros congéneres? Todas esas preguntas están marcadas a fuego en todas y cada una de las culturas de nuestro mundo, en todas y cada una de las religiones de este mundo, en todas y cada una de las criaturas de este nuestro mundo. De la muerte no sabemos nada, pero sí sabemos algo, previo a ese momento, y es que desata una auténtica catarata de emociones y de confesiones en todo aquel que ve la muerte ante sus ojos, sabedor de que su alma necesita purificación y limpieza, antes de comenzar un viaje tan desconocido como inquietante. A veces pienso en ello como una necesidad del ser humano por quedar tan desnudo como vino a este mundo, y despojarse de sus pecados y miserias, para transitar el camino más difícil y desconocido de cuantos haya caminado, libre de ataduras y libre de cargas de dolor y remordimiento, en un intento de liberar su alma de la inmundicia de su vida y afrontar el juicio final de su alma. Ese dios egipcio, Anubis, que sopesaba las almas para decidir el destino final de ese cansado y moribundo cuerpo que se presentaba ante él, clamando clemencia y justicia. Esa balanza de la vida, del bien y del mal, que nos acecha en todo momento, y que decide el camino de los justos y de los sabios.
La vida es una maravillosa oportunidad para todo ser humano de transitar este mundo y de hacerlo de la forma más digna y bella que pueda ser. Pasar por esta vida sabiendo que hiciste siempre lo correcto, o al menos casi siempre, es algo que da una tranquilidad al alma y a la conciencia, que se llevan hasta el mismo momento del final, donde uno puede finalmente yacer para la eternidad con la seguridad de haber estado a la altura de lo que su propósito más elevado fue dictado. Y aunque son palabras bellas y grandilocuentes, al final una vida transcurre por muchos acontecimientos no siempre afortunados, donde en ocasiones nuestras decisiones no son las mejores ni las mejor intencionadas. Pero lo importante en ese camino no reside en la focalización en los errores sino más bien en la importancia de saber ser ecuánime, justo y bondadoso con todos aquellos con los que nos cruzamos, porque de ello dependerá nuestra tranquilidad futura, y sobre todo de saber reconocer los errores que cometemos, y girar nuestras acciones hacia el lado bueno de las cosas, saber reconocer nuestros errores y apiadarnos de nosotros mismos y purgarnos.
En el concepto de la muerte hay algo que me mueve y me inquieta poderosamente, como creo que lo hace a todos y cada uno de nosotros, aunque no siempre con la misma intensidad, porque es algo que depende de momentos vitales y de referencias cercanas. Pero hay algo que me llama mucho la atención, y es esa extraña coincidencia que manifiestan todos aquellos que se enfrentan al final de sus días. Esa descripción de un túnel, con una luz brillante y cegadora al final del mismo, esperándonos para acogernos en su seno. ¿Por qué esa coincidencia? ¿Cómo es posible que todas esas narraciones sean coincidentes? Y luego están todas esas descripciones de personas que han rozado esos momentos, e incluso dicen haber pasado al «otro lado» para luego volver, y que describen momentos imposibles, situaciones delirantes, sencillamente porque para ello habría que afirmar que salieron literalmente de sus cuerpos. Y no voy a ser yo quien alimente historias imposibles y al límite, pero sí que considero importante tener la suficiente capacidad para admitir otras posibles realidades físicas. Quizás estemos a las puertas de descubrir la realidad de un mundo más complejo y espiritual, que acercaría la idea del alma a la propia física, y haría reescribir el concepto de la realidad bajo unos parámetros totalmente distintos a los que conocemos y admitimos. Sí, lo sé, es una paranoia o digamos que es un pensamiento paranoide bastante frecuente en el ser humano, a lo mejor alimentado por la ansiedad ante la muerte, pero puede que no sea tan sólo eso, sino la puerta a una realidad tremendamente difícil de asimilar en nuestro plano físico. La enorme cantidad de testimonios similares es abrumadora, y por tanto debería hacernos pensar en que estamos ante algo realmente importante.
Muchas culturas y religiones han tratado a la muerte de múltiples y variadas formas, pero sabemos por todas ellas de la importancia que se le da a semejantes acontecimientos. Ya sea por el tributo y los respetos mostrados ante los fallecidos, y por las creencias tan sumamente inquietantes, manifestadas por estas culturas. En todas ellas, siempre se puede apreciar una proyección hacia el futuro, hacia el más allá, y hacia la idea de pervivir en una realidad futura donde podamos coincidir con esas almas que nos llenaron nuestra existencia. Y con todo ello, siempre que asistimos a cualquier camposanto, da igual de qué cultura hablemos, sentimos un respeto y un escalofrío que nos recorre el cuerpo al pensar en todas aquellas almas que fueron y ya no son, que tuvieron vidas intensas y emocionantes como las nuestras, pero que ahora tan solo son cenizas y un vago recuerdo en las «quizá» memorias familiares. La Biblia dice que «polvo somos y en polvo nos convertiremos», y esa frase es quizá una idea muy reveladora de los ciclos de la vida y del cosmos, y de cómo nuestra materia siempre vuelve a regenerar nuevas y prometedoras formas de afrontar la vida, aunque no sea en forma humana, porque la vida es un milagro, un accidente cósmico extraordinario del que deberíamos ser conscientes y agradecidos.
Si hacemos un repaso de las formas mortuorias más celebres de la humanidad, encontramos auténticas maravillas y bellezas dedicadas a personas que vivieron esta realidad hace miles de años. Empezando por el Antiguo Egipto, nos encontramos una auténtica belleza y riqueza cultural que envolvía todo el proceso de la muerte, donde a todos aquellos faraones o grandes celebridades que se lo podían costear, se creaban verdaderas obras de arte donde al muerto se le guiaba en su vida futura, con inscripciones, regalos e instrucciones para su paso por el inframundo y su transición hacia otra vida. El Libro de los Muertos, Anubis, el juicio de las almas, algo sin duda motivador de futuras civilizaciones que absorberían conceptos como esos y los incorporarían a futuras religiones. Y por qué no hablar del concepto de la reencarnación, heredera de los textos védicos y del hinduismo, del karma, del dharma, del samsara, y muchos otros conceptos complejos de entender en nuestra cultura occidental, toda una forma distinta de ver la muerte y su enlace con la vida, porque al final la vida y la muerte son un concepto indisoluble que se entremezcla como el ying y el yang. También podríamos irnos al mundo maya, azteca, inca, a la milenaria china, con tumbas magníficas bajo pirámides, o enterramientos increíbles con auténticos ejércitos de soldados de terracota a tamaño real. Todas las culturas honraron a sus héroes y dirigentes con grandes fastos y enormes derroches de arquitectura y belleza, enterrando a veces incluso hasta su propio séquito en vida, para servirles en su vida futura, o enterrando auténticas máquinas de guerra o carros de combate, para aquellos magníficos héroes que triunfaban en los anfiteatros ante miles de espectadores locos por la emoción.
Por alguna suerte de justicia poética, la muerte nos brinda al final de todo una justicia que nos iguala y nos desnuda sin posibilidad de creernos mejores que nadie. Es la perfecta oportunidad de vernos como iguales, como seres que transitan esta realidad, y que vuelven a su estado original primario como vinieron en su origen, desnudos, frágiles, inmaculados, una vida por escribir y recorrer. Y curiosamente, el mismo transcurso de la vida a menudo nos transforma en la misma versión que nos vió nacer, también frágiles, sin pelo, en una transición asombrosa hacia esa misma versión inicial de nosotros mismos pero con muchos años de experiencias vividas y fraguadas en realidades tan diversas como maravillosas y terribles.
Morituri te salutant, ave caesar, todos tenemos que perecer, que caer en el abismo del silencio, transitar el río Estigia en las manos de Caronte, el barquero que guiaba a las almas por el abismo. Todos tenemos que visitar a Anubis, el todopoderoso guardián en el juicio de Osiris, donde los corazones serán sopesados para ver si somos dignos del paraiso o bien pasto de la bestia, Ammit, que nos devorará. Nuestro destino es inexorable, y está escrito en nuestros actos, esos que nos guiarán a través del inframundo y serán testigo de ese juicio final de nuestras almas.
La vida y la muerte son dos antagonías tan dispares y distantes como el inicio y el final, pero a veces contienen la ironía de ese inicio y ese final que se tocan, que se entrelazan, como en ese concepto de infinitud en esa cinta de Moëbius que enlaza nuestra existencia, quien sabe si de forma infinita, reinventando nuestro armazón físico para mostrarnos las diferentes posibilidades de la vida en ese contínuo espacio-tiempo, tal como algunas culturas nos han transmitido desde tiempos milenarios, en esa reencarnación del alma en un nuevo cuerpo.
En un mundo como el actual, plagado de superficialidades y materialismos, parecemos haber olvidado esa parte espiritual y ético-moral que comporta la vida, donde nuestros actos son el equipaje espiritual que nos acompañará hasta nuestra muerte. Ese bagaje emocional y espiritual que nos define como personas, como seres que interactúan con los demás y que será el que nos llevemos hasta el final de nuestros días. Porque al final de nuestros días se nos recordará tanto por lo que aportamos a los demás en el desarrollo humano, como por todo aquello que fuimos como seres humanos y cómo interactuamos con todos nuestros acompañantes de vida. Y esto último es algo que casi siempre valoramos muy por encima de la capacidad intelectual y brillantez, ya que nos da una idea de la catadura moral y el nivel ético-espiritual que alcanzó esa persona en vida y como ello definió sus interacciones con los demás.
Morir es una necesidad, es la acción que define la parada, la extinción, la degeneración del cuerpo y la renovación de ese cuerpo dentro del orden natural y cósmico de las cosas. Ese reciclado necesario de todo cuanto habita este universo de objetos y seres vivos, para reasignar todos los átomos y moléculas en nuevas formas de existencia y de orden natural. Es la caducidad y obsolescencia de la carcasa física y del intelecto atrapado en él, es la decadencia de la mente y del cuerpo en esas células que ven mermadas su capacidad de regeneración y de actividad natural, para dar paso a nuevas células jóvenes que generarán nuevas formas de vida adaptadas a nuevas realidades y estados físicos. Y al final, siempre la muerte está asociada a la idea del tiempo y del paso del mismo, a la maravillosa maquinaria de la vida que nos pone su línea de tiempo como soporte de todos los acontecimientos y nos da una fecha de caducidad a la que muchas veces queremos engañar, tratando de prorrogar todo ese bagaje vital y emocional que nos une a nuestros compañeros de emociones. Larga vida al César, «Ave Caesar, morituri te salutant».