Desde que nacemos y empezamos a tener conciencia de nosotros mismos, comenzamos a conformar una idea de nuestro mundo en el que vivimos y el que nos rodea. Nuestros padres, nuestros hermanos, … nuestra familia nos da un punto de apoyo vital para entender las costumbres de la sociedad en la que vivimos y los valores que persiguen y sobre los que se sustentan. Vamos adquiriendo una posición en el mundo que nos ha tocado vivir, y vivimos una realidad condicionada por ese entorno social y ese momento vital y emocional que nos rodea. Pero, en paralelo, como individuos comenzamos a desarrollar nuestra curiosidad por ese lugar en el mundo que ocupamos, ese rol que nos ha tocado vivir. Y nos hacemos preguntas, la mayoría sin una respuesta inmediata, ya que muchas de estas preguntas no están escritas en ningún sitio y no existen respuestas claras para ellas, ni siquiera para nuestros padres. La idea de por qué estamos aquí, de adonde vamos y de donde venimos, son un recurrente en nuestro subconsciente. La idea de la vida y de la muerte se unen en una dualidad que nos envuelve en el transcurso de nuestras vidas. Y en ese hilo conductor de esa vida hacia esa muerte segura construimos una idea maravillosa como esperanzadora que es la idea de la trascendencia, el trascender a nosotros mismos. Esa trascendencia se transforma en una idea de la prolongación de nuestra existencia, de la proyección en el futuro de nuestro yo como seres existenciales. Y así creamos ficciones sobre la vida futura en formas etéreas, creamos la idea del alma y nos creamos la idea de la coexistencia de nuestra vida con todos aquellos a los que amamos en nuestra vida terrenal, intentando que nuestra experiencia de amor se extienda hasta un futuro infinito en un mundo distinto e inmaterial.
Trascender en la vida es pervivir en el más allá de nosotros mismos, es pensar que nuestra vida no es tan simple, banal y fugaz como parece, sino que nuestras ideas, nuestro pensamiento, nuestra forma de concebir la existencia se prolonga más allá de nuestra vida en futuras generaciones. Si pensáramos por un momento en alguien que haya podido trascender en el futuro, se nos ocurrirían multitud de personajes que lo hicieron, bien a través de hazañas, bien a través de grandes revoluciones, o quizás grandes teorías o religiones, y podríamos enumerar a infinidad de notabilísimos ejemplos como Einstein, Newton, Arquímedes, Platón, Aristóteles, Alejandro Magno, Marco Polo, Cristobal Colón, Leonardo DaVinci, Imhotep, Sidharta Gautama, Jesucristo, Mahoma, Mao Tze Tung, … y la lista podría ser infinita, pero todos tienen un denominador común, y es que sus obras y su pensamiento trascendió a través del tiempo más allá de la propia vida de sus cuerpos. Sus ideas, sus filosofías, sus hazañas, sus enseñanzas forjaron una historia y una tendencia posterior que guió a sus seguidores en la consecución de un mundo basado en ellas, e hizo que la vida de ellos trascendiera en el tiempo. Su memoria se alargó a través de los siglos, muchas veces deformada y deformándose contínuamente, pero dejando un río de influencia muy notable.
La idea de la trascendencia es algo que nos acompaña a todos en nuestra vida como una sombra que camina en paralelo con nosotros. Deseamos que nuestra vida pueda servir de inspiración y valor a las generaciones venideras aunque sólo sea las de nuestros congéneres más inmediatos. Nuestro legado personal, tanto en nuestra visión de la vida como en nuestras acciones, es recogido por nuestros allegados y transformado en una memoria que proyectarán en sus vidas, y por ello es tan importante que nuestro legado sea lo más puro, ética y moralmente hablando, para que nuestro recuerdo sobreviva a nosotros en una forma tan viva, que nos ensalce y engrandezca en nuestro paso por este escenario de la vida. Y aunque eso no sucede siempre, sí es verdad que nuestras acciones y nuestra filosofía lo hacen a través de nuestros hijos y de quienes nos conocieron.
La idea de la trascendencia también es una idea ligada a la de la procreación, ya que desde ese punto también proyectamos nuestra persona hacia el futuro, en una concepción de la perpetuidad de nuestra especie y los valores que aportamos a nuestros hijos. Aunque esa trascendencia es una trascendencia que se transmite a través de lo material, y sin embargo existe una trascendencia que va más allá de lo material, y que tiene que ver con lo inmaterial y más que ver con nuestra forma de ver la vida, tanto en el proceder de nuestras acciones como en la espiritualidad que proyecta nuestra actitud ante la vida. Y aunque todo ello parezca en estas letras que está desligado, en realidad forma una realidad y un continuum en nuestro desarrollo humano y existencial que conformará quienes somos y quienes fuimos.
Cuando pensamos en personas que vivieron hace mucho tiempo, miramos qué es lo que hicieron en sus vidas, qué aportaron a la sociedad, cómo influyeron en sus coetáneos, qué visión de la vida tuvieron, … les valoramos ética y moralmente según las acciones que tomaron, y con todo ello conformamos un perfil de esa persona que nos resulta un modelo de vida o quizás lo rechazamos, o incluso aceptamos algunas y rechazamos otras, pero esa persona que físicamente vivió hace tiempo, sigue viviendo en el futuro a través de la memoria de los años y a veces hasta de los siglos, de una forma mágica.
El río de la vida es un río que fluye hacia la eternidad, y hay una frase que me gusta mucho escuchar y por ello repetir, y es que “lo que hacemos en la vida, tiene eco en la eternidad”, así que merece la pena pensar en cómo vivimos a cada paso que damos, porque así seremos recordados para la eternidad, si es que nuestro recuerdo se prolonga tanto tiempo.
En todas las culturas a lo largo de los milenios, la idea de la muerte es algo muy presente en la propia vida, quizás porque la vida era más corta, y el nacimiento y la muerte estaban más próximos en el tiempo, quizás porque sencillamente la muerte es la meta final de nuestras vidas y un punto que debemos alcanzar sin paliativos. Pero sea como fuere, siempre ese trámite de vida parece alcanzar un objetivo que pasa por la desintegración física y la proyección del ser humano hacia la eternidad a través del alma, y he aquí un destino recurrentemente mencionado por múltiples culturas y religiones, que pasa por el juicio de las almas, ese famoso juicio final donde nuestra alma se pesa en una balanza para ver si nuestros actos son dignos del paraiso o dignos de los infiernos. No deja de ser una forma de dirimir si nuestros actos fueron dignos de un alma pura o bien de un alma impura, y una vez más no deja de tener una cierta relación con la propia trascendencia de nuestra vida y nuestros actos.
El mañana siempre es incierto, y el futuro es un escenario que no existe, salvo en nuestra imaginación, pero nuestras mentes no hacen más que imaginar y proyectar hacia adelante nuestra vida y nuestras acciones, en un contínuo deseo de trascender a nosotros mismos, a nuestro físico y nuestra intelectualidad, en un deseo final de alcanzar el infinito y la inmortalidad del alma.