El tiempo, ese ente inexorable e impenitente, que persiste en su forma de gobernarlo todo. Es ese guardián de los sucesos, el testigo de la eternidad, el compañero del espacio y la naturaleza de lo etéreo y efímero. Gobierna nuestras vidas con mano de hierro, vigila nuestros pasos con furia impasible, observa nuestra ansiedad por su existencia, y sin embargo, y a pesar de ser tan importante y presente en todas y cada una de nuestras acciones, somos incapaces de poseerlo y atesorarlo. Dicen que es la cuarta dimensión, si consideramos que las tres primeras son las que definen el espacio tridimensional en el que nos hayamos, y por tanto un objeto se puede definir por sus coordenadas espaciales y por su momento en el tiempo. Tiene sentido, mucho sentido y la física es muy sabia en su comprensión.
Pero el tiempo en la vida de una persona es algo tan fundamental y crucial, que determina casi todo. Desde la evolución de nuestro organismo, que evoluciona en una línea temporal, creando y evolucionando nuevas formas y aspectos que nos van conformando como seres vivos que somos. Y así, en esa línea imaginaria de tiempo que parece que nos determina, podemos situarnos en algún punto de lo que será nuestra corta existencia, entre ese apoteósico nacimiento, que da lugar a una nueva vida que vendrá para participar en esta existencia, y ese magnífico final mortal, que dará punto y final a nuestro paso por este intrincado y accidentado mundo de acontecimientos, que nos proveen de tantos y variados sucesos que conformarán nuestro breve existir. Somos una minúscula gota en la inmensidad del espacio, del cosmos, y nuestro tiempo es también una infinitésima gotita en esa corriente de vida que conforma el tiempo en su inmensidad. ¿Tiene principio el tiempo? ¿Tiene final? Solemos fijar tiempos de inicio y de fin a los acontecimientos, pero se nos escapa al entendimiento las consecuencias de imaginar la inmensidad del espacio y del tiempo abarcado para su desarrollo. Aun así, esos límites nos ayudan a entender las porciones de aquello que nos envuelve, de aquello que nos domina y maneja como marionetas de trapo, que se mueven al compás de una música infinita y celestial.
Para el ser humano entender el tiempo es entender el devenir de los acontecimientos, comprender los latidos del universo y de nuestra galaxia, es comprender el por qué de los ciclos y las motivaciones detrás de ellos, es saber si llegarás a tiempo a esa cita que está en tu agenda. Y para ser capaces de manejar el tiempo y enclaustrarlo en algo tangible, nos hemos inventado esos maravillosos relojes, los relojes que miden, controlan y agarran al tiempo para que no se escape y nos devore o nos ignore, que probablemente será lo que haga. Pero nosotros no podemos ignorarlo, no podemos hacerlo, porque todos los días el Sol y la Luna, la luz y la oscuridad, nos recuerdan en nuestros ritmos circadianos que un día más ha llegado, y que la intensidad de la luz y la posición de Sol, nos predicen las horas del día y las fracciones en las que se divide el día. Cuan difícil y cuan simple es inferir la existencia del tiempo, pero sobre todo qué complejo resulta meter y encapsular el tiempo en una vasija de cristal cuyos granos en su caida nos determinarán el paso del tiempo. ¿A qué tiempo de convención social tuvimos que llegar para pensar que el año tenía 365 días, el día tenía 24 horas y las horas tenían cada una 60 minutos? ¿Y por qué no otras cantidades? Pues es en parte simple y en parte maravillosamente complejo y mágico, pero lo que tenemos encima de nuestras cabezas, ese cielo estrellado, lleno de estrellas y astros, es un gran reloj celestial que nos informa del paso del tiempo. ¿Por qué una circunferencia tiene 360 grados? Pues sencillamente, porque el año tiene 365 días, y para un cálculo más aproximado y manejable, se consideraron 360 oficiales y 5 días extra. Así, podemos convenir sin lugar a equivocarnos que nuestras vidas están marcadas por un gran reloj celeste que nos inflige una tiranía temporal, y nos ayuda a comprender el paso del tiempo.
En otro orden de cosas, vemos como el tiempo es un concepto tremendamente elástico y relativo, y como la misma cantidad de tiempo puede ser eterna en nuestra comprensión de los acontecimientos, y sin embargo podría ser un lapso de tiempo insignificante en otras ocasiones. Es impensable e inmanejable, y presenta siempre una tremenda ductibilidad dentro de nuestro imaginario. Quizás tiene que ver con la idea que proyecta nuestro cerebro sobre la comprensión del tiempo, y cómo ante estímulos de tremenda impaciencia, nos vemos abocados a una supermonitorización de este paso del tiempo, y como en situaciones donde no tenemos esa presión, nuestro cerebro sencillamente apenas monitoriza el paso del tiempo, dejándolo fluir y escaparse como un torrente desbocado.
Tan es importante la medición del tiempo que sólo hasta el siglo XVII no pudimos disponer de instrumentos que medían la longitud en la navegación, y esto fue debido a los avances en los mecanismos de medición del tiempo, lo cual supuso una grandísimo avance en la conquista de los mares de una forma más controlada, evitando la enorme cantidad de naufragios que sufrían los navíos por errores de navegación, derivados de la ausencia de la longitud en los cálculos.
Otra intrigante reflexión atañe a la magnitud del tiempo y como parece que este sólo avanza en modo positivo. Y he aquí una terrible controversia física. Recuerdo ya hace años una demostración física ante un problema, y cómo en sus conclusiones finales la respuesta final admitía valores tanto en positivo como en negativo. Pero claro, ¿qué estamos diciendo? ¿que un acontecimiento puede ocurrir en el pasado cuando estamos calculando su proyección temporal? Bueno, eso es algo que la física no puede aceptar y manejar, al menos actualmente, pero a lo mejor tiene un sustento de realidad, y quizás el futuro nos depare sorpresas en ese área.
Sea como fuere, somos víctimas y prisioneros del tiempo y sus designios, y nuestro cuerpo sabe y presiente el paso del tiempo de una forma natural, como si unos ropajes invisibles nos acompañaran a diario y nos dijeran qué hora es. Y en ese paso del tiempo, la vida se nos pasa ante nuestros ojos, de forma que los acontecimientos se van sucediendo interminablemente, mientras nuestro cuerpo sufre el paso del tiempo en sus diversas y preciadas formas. Vemos pasar el amanecer de nuestra vida, con una infancia y adolescencia que nos acercan a la realidad de los acontecimientos, con una madurez que nos enseña la parte más seria y dura de nuestra existencia, a la par que nos hace disfrutar de múltiples vicisitudes, y por fin con una senectud, que nos devuelve a la ingenuidad de la infancia, atrapados en la sabiduría de un cuerpo maltrecho y avejentado, que nos hace recordar por todas las batallas por las que tuvimos que discurrir. Así es la vida, y así es el paso del tiempo, una lágrima en ese torrente vital del universo, en el que nos ahogamos y volvemos a renacer una y otra vez.