En esta vida parece que todo está ligado al éxito o al fracaso, según unos parámetros que tiranizan nuestras acciones, y enmarcan y catalogan todo cuanto hacemos atendiendo a razones muy superficiales y banales en muchas ocasiones. Pero el mundo está lleno de inseguridades, de blancos y negros, medio grises, de rincones oscuros y abyectos, de personas y personalidades tiranas y mediocres con aspiraciones grandiosas, con vidas inmundas e inhumanas, que consumen y degradan la condición humana desde su origen, y otras muchas vidas normales y usuales, que rodean y conforman nuestra cotidianidad, y por supuesto un grupo de personas de luz que guían los destinos de la felicidad y el buen hacer. Y en ese mundo de desheredados de la fortuna, de las suertes y bondades de la razón, de la riqueza y del buen juicio, surge un mundo embarrado de incomprensión, de pobreza, de insanidad, de degradación, que corrompe la condición humana desde sus orígenes más puros y bellos, que son la fuerza y vitalidad de la juventud y la infancia. Da dolor y espanto ver los horrores e inmundicias de las desgracias derivadas de adultos incompletos, que terminan deformando a sus congéneres, dados a luz de su propia sangre y condición. Resulta triste y especialmente molesto ver como algunas almas perdidas degradan a su propia prole, dejándoles cicatrices difíciles de sanar e imposibles de creer. Pero el ser humano a veces es así de innoble y vil, que hasta con su propia gente, sus hijos, la estirpe que les sucederá, son capaces de infligirles un dolor inútil, absurdo y manifiestamente abyecto, dejando cicatrices invisibles y hasta visibles en el carácter y la expresión de esos maravillosos pequeños jóvenes que intentan sobrevivir a sus congéneres.
Observar todo eso en tercera persona a veces duele, y duele mucho, porque hace temblar y doblar el metal más duro y resistente, para hacerlo parecer un amasijo de hierros tontos e inservibles. Ellos quizá, si hablaran, podrían decirnos tantas cosas, tantas lecciones de vida, que los adultos no sabríamos ni podríamos encajar con facilidad. Y sin embargo, cuando dispones de la oportunidad de descubrir esas historias tan temibles como maravillosas, que hacen más grandes a esas pequeñas personitas, descubres cuan grandes y extraordinarios son esos seres que tratan de abrirse paso en esta vida tan loca y dura, y como con tanta soltura, imaginación, ternura, solidaridad, amistad y empatía avanzan hacia su mundo, hacia la luz de sus vidas, aquella que les permitirá ser aquello que ellos quieran y puedan ser. Sus acciones me motivan y me mueven con tanta fuerza que podría derribar cualquier muro. Son inquebrantables, vivos, enérgicos, tan llenos de vida y esperanza, que dan ganas de llevártelos contigo para que te den vida como si de una pila se tratara.
La juventud es un divino tesoro, sí, y los adultos deberíamos ser los grandes catalizadores de ella, porque nosotros también fuimos jóvenes y muy vivos, y debemos ser y estar en esa plataforma de lanzamiento de esa fuerza sin control que moverá el mundo y el futuro. Ellos sin nosotros no son nada, pero nosotros sin ellos tampoco. Es de vital importancia dar una preciosa vida a nuestros hijos porque ellos son nuestra proyección en el tiempo, aquello que fuimos y seguiremos siendo a través de ellos. Pero siento mucha debilidad por todos esos desheredados de la fortuna, por esos inválidos espirituales por causa ajena, por esa mala suerte del destino que se cebó en esos espíritus indómitos y transparentes, porque ellos dan lecciones de vida como puños, por su franqueza, por su honor, por su nobleza. Me causa tristeza ver el mal en algunas vidas pequeñas, y ver como crecen esas malas artes y esos motivos tan odiosos por los que el ser humano es capaz de maltratar a otro ser humano, sólo por el hecho de verle más débil e inseguro. A veces me pregunto si ese mal es intrínseco en algunos seres, o es que acaso creció como causa de un mal que otro adulto inflingió en esa pequeña persona, pero sí me resulta preocupante ver la maldad y el desorden causado en algunos jóvenes, y ver como no cesa y como corrompe la naturaleza humana.
Aunque es verdad que nunca dejaré de creer en la fuerza de la verdad, del orden, de la bondad, de la amistad, … me inquieta ver ese desorden, ese desapego, esa innobleza campando a sus anchas, con una fuerza inusitada y demoledora. Pero día a día, me sorprenden y me llenan de alegría todos aquellos que entre ese caos de gritos, golpes, desorden, disrupción, surgen en su luz y son inmunes a ese sindiós, creando paz, orden y alegría. Merecen todo mi respeto y mi admiración y me dan fuerza para avanzar como un paladín de la verdad y de todo lo honorable.
Hoy tuve una sensación muy grande de injusticia, pero de esa injusticia divina que nadie sabe por qué se ceba en algunas personas, y mi corazón se ensombreció un poco de tristeza de pensar en tantas historias tan reales como emotivas y terribles que rodeaban la realidad de este maravilloso grupo de gente joven con la que tengo el placer de compartir momentos y vida. Ellos me enseñan a diario, el valor de la amistad, del cariño, la frescura, la espontaneidad, y tantas otras grandes maravillas, y yo a cambio les doy confianza, les hablo de respeto, de valores fundamentales, de saber estar, del valor del compromiso, de la discreción, de la buena comunicación, del valor de la comunidad y el sentimiento de grupo, y de tantos otros valores que les hagan ser grandes hombres y mujeres en la vida. Tenemos una simbiosis que nos cohesiona en lo emocional, a cambio y con la escusa de esos maravillosos números que nos unen, y que envuelven el universo de la ciencia y de la vida de una forma tan mágica.
Sólo espero que el presente y el futuro conspiren en una mejor forma de envolver la realidad y conviertan ese espacio de aprendizaje en un espacio de oportunidad y mejora, pero sobre todo de motivación, porque esta es el verdadero motor de la vida, que convierte y transmuta lo burdo y lo cotidiano en oro puro y brillante como si de alquimia se tratara.