Nos vemos en el infinito, dije en un tono profético e intimista, y aquello tenía una connotación de proyección, de visión cósmica y espiritual de la existencia. A veces las personas decimos cosas así cuando queremos exacerbar un deseo y un anhelo profundo. No podemos evitar apelar a nuestra espiritualidad, esa que nos conecta a las personas que amamos de forma tan irremediablemente magnética y profunda. Y el infinito sin embargo nos mira atónitos e impertérritos ante nuestra osadía y provocación de perturbar su amplio y vasto e inacabable dominio. Seguro que se ríe de nuestra pequeñez, de nuestra ominosa capacidad para proyectar en un futuro que sólo le pertenece a él y a sus dominios y designios. Dueño de la inmensidad, del espacio, del tiempo y de la infinitud de las cosas. Pero en nuestra pequeña y diminuta dimensión desafiamos a ese infinito, dejándole tareas y objetivos que cumplir, que quizá en ese infinito eterno algún día se manifiesten.
El infinito es un concepto tan maravilloso como inalcanzable, pero los seres humanos lo utilizamos para simbolizar la proyección de nuestra vida y alma en la eternidad, ese mundo de lo infinitamente posible y deseable. Hasta el infinito y más allá, dice Buzz Lightyear, en una frase que si bien se enmarca en la inocente historia de un juguete que tiene su vida a escondidas, esconde una maravillosa metáfora de la vida y de a lo que aspiramos como seres vivos, la proyección en el tiempo, la vida eterna, el elixir de la eterna juventud, y por tanto la posibilidad de tocar el infinito, que nos hace inmortales. Porque la inmortalidad es una de esas ideas tan extravagantes como deseables, que nos rondan y persiguen toda nuestra vida, donde no deseamos envejecer ni morir ni dejar de poder experimentar en nuestros múltiples viajes a través de las conexiones con otros seres y con nuestro mundo circundante. Aunque también podríamos pensar que alcanzar el infinito y la inmortalidad nos acerca a la idea de Dios, a la idea de fundirnos con nuestro creador, si es que este existe, o al menos fundirnos con el infinito, que pueda ser nuestro dios eterno.
Aunque volviendo a lo más terrenal del infinito, cuando decimos aquello de «te veo en el infinito», es porque queremos ver a ese alguien para siempre, quizá en otra vida, en otras circunstancias, y poder seguir compartiendo experiencias que nos enriquezcan con esa persona, probablemente porque con ella hemos alcanzado un nivel de conexión emocional que trasciende lo habitual y mundano. Caminar al infinito es caminar hacia la idea de la hiperconexión espiritual entre dos almas, entre dos espíritus que se tocan y que se aman más allá de la simple carne humana y la carcasa física.
Y su simbología no deja de maravillarme, porque es de una simpleza y a la vez una profundidad que nos aplasta, con esa cinta de Möebius que se entrecruza eternamente en un camino sinfín y sin posibilidad de principios ni fines, tan solo un camino que nunca cesa, y que discurre en un sencillo trazo eterno. El cero también es un número que podría simbolizar ese infinito, por su idea cíclica y eterna en el trazo, pero el símbolo del infinito le supera en imaginación y posibilidades, ya que no solamente evoca esa idea de algo que vuelve una y otra vez de forma inacabable, sino que en su camino se permite el lujo de variar el recorrido dejando que en ese tránsito varíen las cosas y se pongan del derecho y del revés. Y sino veamos a esa hormiga transitar esa banda de Möebius, y como va y viene por las distintas caras de la banda para volver a aparecer en el mismo punto desde donde arrancó.
La eternidad, sinónimo de ese infinito y esa inacabada visión de la existencia. ¡Qué próximos y cuan similares se ven! Comparten el espacio y el tiempo y por tanto son dueños de un mismo destino y lugar en la existencia. La eternidad es el lugar deseado para el encuentro de cualquier alma terrenal, esa idea grandilocuente y celestial de lo sublime y lo elevado. Lo eterno es infinito pero ¿lo infinito es eterno? En realidad no, ya que la eternidad tiene su base en la magnitud del tiempo, mientras lo infinito no tiene límites en ninguna de sus magnitudes, así que podríamos considerar a la eternidad un subespacio del infinito en la magnitud del tiempo.
Existe algo en nuestro mundo que nos acerca y nos muestra una ventana hacia ese infinito, y es el cielo, el espacio, el cosmos. Sin querer nos hace parte de la inmensidad y nos muestra la pequeñez de nuestra existencia. Es como una puerta al todo, a la infinitud de la vida, a la idea de dios, a la idea infinitesimal de nuestra posición en el universo y el portal hacia la inmensidad, algo que nos deja una sensación absurda e innegable de nuestra limitada y casual existencia en ese inmenso océano de estrellas, sistemas solares, galaxias y polvo cósmico, que nos hace parte de un todo y de un infinito tan próximo como distante en nuestra realidad perceptible.