La suerte marcaba su destino. Al observarle parecía envolverle una aura de luz y una extraña confianza que irradiaba seguridad allá donde iba o fuera lo que hiciera. Nadie explicaba su poderosa fuerza magnética y su enorme poder para atraer la suerte y el buen hacer, pero quizás es lo que tiene comportarse como si estuvieras por encima del bien y del mal, y no es más que esa sensación que invade a quien observa ese comportamiento de una forma servil, en parte porque la ausencia de dudas que observamos en los demás la percibimos como total seguridad, y sin embargo puede no ser así, tan solo ímpetu y empuje. Aun así, eso parece que a veces se convierte en un salvoconducto para el éxito, y parece estar en cierto modo ligado a la suerte, a la fortuna, si bien no es tal bendición sino la reacción de los demás ante tu osadía y empuje en determinadas situaciones.

La suerte nunca está del lado de los que trabajan, porque ellos saben que su suerte vendrá determinada por su tesón, y por su incansable trabajo concienzudo y sesudo. La suerte, que muchos bautizan como tal, casi nunca es fortuna, sino más bien el resultado de un trabajo arduo y bien hecho, madurado al calor de horas incontables, de días y de noches eternas donde la suerte se fue fraguando para tomar forma frente a nosotros en un día de luz y de brillo, donde los hilos conductores del deseo y de la forja nos conducían irremediablemente hasta la mismísima suerte, esa que parece aleatoria a todos aquellos que no han trabajado ni laborado suficiente para ver sus frutos, pero que resplandece y engrandece el alma a todos aquellos que incansablemente creen en esa luz lejana que les ilumina el camino hacia su suerte.

«The dice were loaded», sí, reza la frase en inglés, para decirnos que los dados estaban trucados, o más bien, que la suerte no era tanta suerte, sino que alguien había manipulado los dados. O «alea iacta est», que significa «los dados están echados», que decía el gran Julio César, cuando decidió cruzar el río Rubicón en su rebelión contra el Senado y su conjura contra Pompeyo y los optimates en señal de guerra civil. ¿Qué quería decir Julio César? Pues sencillamente, que había que arriesgar, y era momento de hacerlo, tirando simbólicamente esos dados imaginarios. Así que, podríamos decir que la suerte siempre es un terreno efímero e indeterminado que marca nuestro destino, y donde la diosa Fortuna, esa diosa romana de la suerte nos guía hacia el lado más amable de los acontecimientos.

Pero, ¿qué hay de la suerte de verdad? Aquella que verdaderamente es un acto probabilístico del destino, que nos da o nos quita lo que apostamos. Porque detrás de la suerte siempre hay una apuesta, un destino, una vida que espera un desenlace divino del universo para que nos dé aquello que los malditos dados esconden en sus números. Hay personas que se juegan su destino, e incluso el de los demás a una carta, a unos dados caprichosos y a veces mentirosos, que sacrifican el trabajo de años o la buenaventuranza de alguien a unos míseros dados en esa ruleta de la suerte que mágicamente le otorgará o le arrebatará el futuro. Personas que se jugaron sus posesiones, sus territorios, su mujer, sus hijos, su destino ante los ávidos ojos del diablo, que les tentaba y les incitaba a perderlo todo, porque al final siempre se pierde todo. Aquellos que juegan una y otra vez terminan perdiendo, ya que siempre pierde el individuo y gana la codicia, esa codicia de redoblar la apuesta, de ganarlo todo, aunque ya hayas ganado suficiente. Hay que ser verdaderamente inteligente y equilibrado para ganarle a la codicia humana, al deseo de poseerlo todo, y quien sabe hacerlo es sólo aquel que conoce y domina las leyes de la probabilidad, y que juega con las matemáticas a su favor, sin codicias, sin revanchas, sin piques contra el destino.

La diosa Fortuna, en su infinito dominio del azar, apura su copa de vino mientras observa la pequeñez y la mediocre codicia del ser humano, que se retuerce en su deseo de tenerlo todo, de anhelarlo todo, cuando la mayoría de las veces se dispone de casi todo lo que se tiene, y tan solo el trabajo y el esfuerzo son la garantía del éxito y del destino en forma de fortuna, y ella bien lo sabe y sonríe con una extraña mueca que nos hace presagiar lo peor o lo mejor que nos queda por venir. Porque la suerte, esa que se llama «buena suerte», es algo que aparece a veces sin avisar, un tren que para delante nuestra y que nos pita una sola vez para que montemos en su viaje sin retorno a nuestro nuevo destino. Pero una vez más, ese tren sólo llega a nuestra estación si nuestro trabajo, nuestro tesón, nuestra tenacidad han hecho su parte, y han propiciado que el destino se acerque a vernos y a guiñarnos ese ojo compinchado con el azar. Podríamos poner muchas frases que nos hablan de lo mismo. «Al saber le llaman suerte», que se dice cuando alguien ejecuta algo con maestría, algo que parece imposible, inverosímil, que desafía lo convencional, pero que la sabiduría y la preparación vencen como se vence a un niño pequeño que nos desafía de forma juguetona. A mi me gusta siempre mencionar esa frase que habla de como a los genios siempre les pilla trabajando cuando descubren algo transgresor, y es que ese es el verdadero valor de la suerte, esa que nos trabajamos día a día, para conseguir llegar allí donde deseamos, y cómo vamos sorteando los obstáculos y acercándonos a nuestra meta, esa que tiene el cartel de la «SUERTE» en grande.

A veces también se puede tener mala suerte. Sobre todo cuando encadenamos múltiples acontecimientos desgraciados y errados en su propósito. Pero a lo mejor también ahí nuestro trabajo tiene su influencia, ya que quizás llegamos hasta allí debido a las malas decisiones y a la falta de trabajo, ese trabajo que nos tendría que haber guiado hacia el lado bueno de la suerte. Y en ese camino de infortunios se nos empieza a percibir como alguien a quien esquivar, a quien evitar, ya que esa mala suerte te acompaña de forma impenitente, pero no es mala suerte sino mal hacer, desconocimiento, falta de trabajo, falta de entrega, todo aquello que nos ha llevado a arruinar nuestro destino soñado. También es cierto que se puede tener verdadera mala suerte, y encadenar desgracias sin un patrón que pueda explicarlas, y ese es el llamado gafe, o eso que decimos de «te ha mirado un tuerto», ese infortunio terrible de quien toque lo que toque, lo arruina.

Trabaja sin descanso, persigue tus metas y tu destino, y la suerte se abrirá a tu paso como una fruta madura lista para comer. Tu destino se abrirá ante tus ojos y tu suerte te sonreirá como el sol sonríe a la mañana.

Quería cerrar este ensayo, pero he recalado en algo que me parece muy interesante, y es ese interés tan poderoso, inconsciente e inusitado como es la posesión de la suerte. Ese interés exacerbado y loco por llevar objetos que nos permitan acaparar la suerte, pero de la buena. Y es que el ser humano es inasequible al desaliento en lo tocante a ese deseo irrefrenable por dotarse de infinitos amuletos de la suerte cuando vamos a abordar cualquier tarea, donde nuestro destino amenaza por desbancar ese enorme trabajo desplegado después de jornadas incansables. Patas de conejo, herraduras, tréboles de cuatro hojas, crucifijos, vírgenes, cristos, imágenes, atuendos, colores, rituales, … en fin, es inimaginable la cantidad de objetos que convertimos en amuletos de la fortuna, convencidos de su poder, porque quizá alguna vez de forma casual estuvieron en aquel éxito que nos acompañó. Pero lejos de comprender que no pueden tener ningún valor en nuestra lucha contra el infortunio, decidimos situarlos en lo más alto de nuestra consideración a la hora de abordar cualquier actividad crítica donde el resultado de nuestro éxito no es tan manejable. Y sin embargo, persistimos y creemos en el destino, en una especie de mundo mágico que nos pueda resolver el nuestro, sin recalar en que el único es el que nos labramos día a día.

Por ddreams

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